lunes, 11 de abril de 2011

Idiomas

Conozco bien el idioma español, porque lo hablo, escribo (como podeis ver) y leo casi como si fuera el mío. Y lo uso sin rencores aunque me fuese impuesto hace ya muchos años. Bueno, el Rey de España, que es un señor amable y bonachón que cobra una pasta gansa por no hacer nada más que aparentar que es amable y bonachón, hace tiempo dijo en uno de sus discursos campechanos que el español nunca fué impuesto por la fuerza. Mira, si no os quereis creer a los indios de America, me parece bien. Si no os quereis creer a mis vecinos, familiares o amigos, también me parece bien. Pero si preferis creer al Rey de España antes que a mi, por qué no estais leyendo su blog en lugar del mío? El idioma fué impuesto y si no, miraré de traer como testigo al niño de cinco años que fuí, que no hablaba español cuando entró en parvulos en la escuela, y que se llevaba una sarta de bofetadas cada vez que decía algo en catalán. O que descubrió con sorpresa que no se llamaba Jordi sino Jorge. Y, a los cinco años, que te cambién el nombre a base de hostias confunde bastante. Que a los cinco años uno no es un activista político, sino simplemente un niño de cinco años. Cosa obvia creo que para todos pero que, vete a saber por qué, no debía ser tan obvia para los educadores de entonces.

Dicho esto, más que nada para rectificar el discurso del amable y bonachón de Su Majestad, repito que uso el español sin rencores, que el idioma en sí tampoco tiene la culpa de como fué extendido. Y la prueba es que de mis dos blogs, este está en ese idioma. Digamos que es una especie de prueba de que la dicotomía en la que se me sumergió mantiene sus huellas. Vives familiarmente en un idioma que, en cuanto cruzas la puerta de casa resulta que no existe, pero de hecho te das cuenta de que sí que existe porque en cuanto dices algo en ese idioma inexistente acabas sangrando por la nariz. Y no es un tema de falta de plaquetas en la sangre sino el resultado de la leche que te mete el cura o el profesor más cercano. Que mis profesores me enseñaron por el mismo precio a hablar en español y a sangrar, aunque a los cinco años parece que sabía sangrar mejor que hablar español. Ahora, en este momento de mi vida, domino las dos cosas a la perfección, tanto el sangrado como el español y, gracias a los Cielos, no se ha producido en mi un efecto de Pavlov: no sangro automaticamente cuando hablo o escribo en catalán.

Aunque he de reconocer que a mi, como a mi generación, siempre nos ha quedado un poco el tic de medio agachar la cabeza cuando hablamos en nuestra lengua.

Ah, y pese a las hostias, sigo convencido que ni me llamo ni nunca me he llamado Jorge.